España,
Septiembre 2012
Llegaba
tarde. Yo nunca llegaba tarde, no podía creer que me pasase el primer día de
clase. Me arrastré por los pasillos deseando que no hubiera sonado la campana
todavía. Estaba en la clase de primero de bachillerato A, al final del segundo
pasillo en el edificio oeste. Derrapé por las baldosas porque había entrado por
la puerta norte y llegaba bastante tarde. Tenía la bolsa colgada de un hombro y
se me escurría, pero sacudí el brazo e intenté recolocarla sin llegar a
pararme. Finalmente frené delante de la puerta, aún abierta y sin profesor
dentro.
Jadeando,
entré en la clase y miré alrededor. Por suerte nadie parecía prestarme
atención, estaban demasiado ocupados en contarse las nuevas del verano recién
terminado.
Una
mano se agitó al final de la clase y me arrastré hasta allí. Yo jamás me
hubiese sentado al fondo de la clase en un curso tan importante, pero mis
amigas habían llegado sin mí. Me apoyé en una de las mesas mientras respiraba
profundo, intentando que se borrasen los puntitos rojos que no dejaban de
centellear delante de mis pupilas. No debía hacer esfuerzos, no estaba
acostumbrada.
-¿Por
qué no me habéis pasado a buscar? –acusé mirándolas una a una a los ojos.
-No
habíamos quedado, nena –Isabel rio a mi lado. La observé un segundo. El verano
le había sentado genial, medía más de metro setenta, tenía el pelo rubio y
largo y ojos grisáceos. Además, tenía las piernas más largas que había visto
nunca. Insistía en decirle que tenía el cuerpo pequeño, pero lo cierto es que
tenía piernas larguísimas y me moría de la envidia. Además ahora estaba más
morena que nunca.
Se
habían sentado por parejas. A la derecha de la clase estaban Isabel y Julia; a
la izquierda, Michelle y Silvia. Éramos cinco y cada primer día pasaba lo mismo:
una se quedaba sola. Sabía que había quedado con ellas para venir juntas y que
no habían pasado a posta: me tocaba a mí quedarme sola.
Suspiré
a la vez que me sentaba en la última fila, detrás de Silvia, porque no quedaban
más asientos libres y mis amigas estaban allí. El timbre sonó al fin cuando aún
no había recuperado un ritmo de respiración normal. Dejé la bolsa con un par de
cuadernos sobre la mesa y suspiré.
-Sois
unas cabronas –susurré en voz baja. Michelle rio. Era la tímida del grupo,
junto conmigo. Tenía el pelo rojizo y cortito, por encima de los hombros. Las
gafas escondían una cara muy bonita, aunque a primera vista no pareciese guapa.
Además, aunque no llegaba a la altura de Isabel, también era alta y tenía las
curvas preciosas, aunque normalmente las escondía.
El
profesor de Historia del Mundo se Contemporáneo se coló dentro de la habitación
mandando callar. Se quedó unos minutos en el umbral, con el cuerpo dentro pero
la cabeza fuera, murmurando algo.
-Primera
hora e historia, ¿os lo podéis creer? El coordinador no piensa en nosotros para
nada, es un cabrón –Silvia se apoyó en mi mesa, inclinándose hacia atrás y
quedando sólo sobre las patas traseras. Tenía el pelo castaño clarito, pero se
lo había teñido durante el verano. En realidad, sólo tenía unas pocas mechas
doradas, pero brillaban con la mínima luz y había empezado a parecer rubia.
Junto conmigo, era la más bajita del grupo. Apenas pasábamos el metro sesenta y
cinco.
Finalmente,
el profesor se adentró en la clase, pero no lo hizo solo. Detrás de él entró un
chico al que no había visto en mi vida: era alto, al menos quince centímetros
más que yo, con pelo moreno. Parecía algo serio, tenía la mochila colgada del
hombro y, aunque allí usábamos uniforme, iba vestido con tejanos oscuros y camiseta
de manga corta. Se ceñía ligeramente al cuerpo y no era difícil adivinar que
pasaba un par de horas al día trabajando en el gimnasio. Aun con todo, no
parecía excesivo. Muchos chicos de clase se habían empeñado tanto con tener músculo
que se habían pasado. Él parecía que se mantenía en un nivel perfecto.
No
tenía las fracciones de la cara demasiado marcadas, sino más bien suaves. Sin
embargo, en ese momento tenía un gesto contrariado, como si no le gustase estar
allí, mientras nos observaba en silencio.
-Jo-der
–oí que murmuraba Isabel. Sí, la verdad es que el chico nuevo estaba cañón.
Sentí una punzada en el estómago, aunque no sabría decir por qué, y me encogí
sobre mí misma.
-Bien
chicos, escuchadme unos minutos –pidió el profesor. Pero todo el mundo se había
callado ya y observaba al chico nuevo. –Sé que el año pasado todos estabais en
este colegio, pero hoy tenemos también a un alumno nuevo. Este es Eric.
Todo
se quedó en silencio. No era que el año pasado todos hubiésemos estado en el
mismo colegio, sino que no llegaba nadie desde hacia años. Todos nos conocíamos
desde que éramos pequeños.
-Creo
que tienes un sitio libre al fondo, al lado de Diana –indicó el profesor. Todo
el mundo se giró hacia mí y sentí que enrojecía. Yo era Diana y el nuevo venía
hacia mí.
-Nena,
creo que no ha estado bien dejarte plantada, ya te cambio yo de sitio –oí a
Isabel murmurar, pero no quise ni mirarla. Sonreí a Eric cuando llegó a mi lado
y el hizo un vago gesto con la cabeza, como si la cosa no fuese con él.
-Bueno
Eric, háblanos un poco de ti –la voz del profesor me dio una excusa para
apartar la mirada de él. Estaba demasiado roja y sólo se había sentado a mi
lado. – ¿Cómo has dicho que te apellidabas?
-No
lo he dicho –murmuró él con una sonrisa enorme y muy blanca. El profesor sonrió
a su vez. Su voz sonaba demasiado seria, dura. Pero tenía un toque que me
gustaba, no sabría describirlo. –No tengo mucho que contar, vengo de una gran
ciudad, esto es muy pequeño.
Tenía
razón, vivíamos en un pueblo en el que no había apenas mil personas.
Absolutamente todo el mundo se conocía. Eric sonreía amistosamente, pero ahora
que le tenía cerca veía que du mirada estaba seria. Tenía los ojos más azules
que había visto nunca, preciosos. Tragué saliva, nerviosa. Mis amigas no nos
quitaban ojo. En realidad, nadie lo hacía. Las chicas babeaban mientras que los
chicos parecían contrariados: nunca habían tenido competencia nueva.
-¿Os
habéis mudado por el trabajo de tus padres? –siguió cuestionando el profesor.
Eric no pareció contento con el interrogatorio, pero mantenía una sonrisa tan
ancha que llegué a pensar que eran imaginaciones mías.
-Sólo
ha sido un cambio de aires –dijo él. El profesor asintió con la cabeza mientras
ordenaba hojas sobre la mesa. ¿Un cambio de aires? ¿Sin razón?
-Bien,
¿estudiaste Historia del Mundo Contemporáneo el año pasado?
-Teníamos
Historia del Arte.
Él
volvió a asentir, pero no pareció del todo contento con la respuesta. No
entendí muy bien por qué, nosotros tampoco habíamos tenido historia el año
anterior, estábamos igual que él.
-Bueno,
bienvenido. Pide ayuda si lo necesitas.
Eric
asintió a mi lado. Yo ya tenía los libros sobre la mesa y me apresuré a sacar
folios blancos para poder coger los apuntes. El profesor encendió un proyector
y enfocó en la pared blanca una serie de diapositivas en un Power Point.
Nerviosos, todos empezamos a copiar lo más rápido posible. A mi lado, sin
embargo, Eric seguía en la misma postura, apoyado contra la silla con desgana.
Estaba segura de que su mente no estaba en la explicación, igual que la de
todas las chicas que aún estaban mirándole. Estaba claro que, si era su
intención, no iba a pasar desapercibido.
Me
sentía incómoda a su lado. No sabía bien cómo explicarlo, pero creo que estaba
relacionado con lo poco que había dicho. En todas las preguntas se había ido
por las ramas: con la tontería no había dicho su apellido y había esquivado
perfectamente la pregunta sobre sus padres.
La
clase fue larga. Era verdad, no era agradable tener historia a primera hora. Cuando
terminamos, sentía cosquilleos en la punta de los dedos de tanto escribir y no
podía mover bien la muñeca.
Al
sonar el timbre, todos suspiramos de alivio. El profesor murmuró unas palabras
que pretendían ser agradables sobre que el primer día nunca era fácil y empezó
a recoger el ordenador.
Eric,
tal y como había llegado, se fue. Ni siquiera había sacado los libros, así que
tampoco tuvo nada que guardar cuando se terminó. Isabel había venido
directamente a la mesa a intentar hablar con él, pero el chico estaba de pie y
encaminándose a la puerta antes de que llegase a nuestro pupitre.
-Adiós,
guapo –Isabel guiñó un ojo por encima del hombro y él se giró un segundo,
esbozando una media sonrisa. Sin embargo, no se detuvo ni contestó a la
provocación. –Es increíble –mi amiga separó las sílabas, todavía mirando la
puerta por la que había desaparecido.
-No
lo sé, no parece muy de fiar –contesté no muy segura. Las cinco nos reunimos
sobre mi mesa.
Julia
se colocó de un saltito sobre la mesa, cruzando las piernas. Se podía decir que
era la menos agraciada del grupo, aunque yo nunca había opinado lo mismo. Julia
era guapísima. Tenía el pelo muy negro, no demasiado largo, sólo le llegaba un
poco más debajo de la barbilla, y algo ondulado. Y tenía ojos claritos, azules.
Siempre había pensado que eran preciosos, pero después de ver los de Eric no
estaba segura. En conjunto, tenía la cara más dulce que había visto nunca, pero
estaba algo gordita. No era nada exagerado, pero todas sabíamos que era su
punto débil.
-¿Habéis
hablado? ¿Ya te lo has ligado? –me preguntó pasando el brazo por encima de mi
hombros.
-No
hemos cruzado ni una palabra, se ha quedado toda la clase ahí sentado sin hacer
nada –respondí mientras guardaba el horario en la mochila. Teníamos Técnicas de
Laboratorio, por lo que ponía en mi horario nuevo, y sabía que la clase no
estaba en ese piso, así que me encaminé hacia la salida. No quería quedarme de
nuevo en la última fila.
Los
pasillos estaban casi vacíos: el colegio era demasiado grande para nuestro
pueblo. Siempre me preguntaba cómo podían mantenerlo, porque no había muchos
padres para pagarlo. Sin embargo, estaba situado al lado del cementerio y
seguramente tampoco podían sacarle demasiado partido al terreno.
-Me
da mala espina –admití subiendo las escaleras. Mis amigas rieron.
-Vamos,
no tienes porqué tomarla con él porque no hayamos pasado a buscarte –Julia
volvió a acercarme a ella, como para tranquilizarme.
-No
ha dicho nada sobre él –me defendí. –No ha querido dar ningún dato.
-Piénsalo:
¿tú te pondrías delante de una clase con treinta alumnos a hablar de tu vida?
Yo no.
No
quería darle la razón, pero yo tampoco lo hubiese hecho. Tal vez sólo era
tímido.
-No
es tímido, es misterioso –Isabel irrumpió en la conversación cuando casi
habíamos llegado al aula. –Y eso me pone un montón.
-A
ti todo te pone –se quejó Julia, riendo. – ¡La última que llegué vuelve a
quedarse sola!
Después
de gritar, echó a correr por el pasillo e Isabel y yo corrimos detrás.